Fuegos de Invierno

El gran lobo blanco protegía la entrada a la cabaña únicamente con su presencia; ni siquiera amenazadora. Se limitaba descansar sobre su panza, con las patas delanteras estiradas, la cabeza erguida y una sonrisa lobuna entre la que colgaba su sonrosada lengua. No eran los colmillos puntiagudos los que mantenían a la Guardia lejos de la casa. Eran sus ojos amarillos, cargados de inteligencia, que se paseaban entre los cinco y se clavaron precisamente en los de Jacek. El caballero de la Orden de Kaltián, también conocida como la Guardia, podía haberse deshecho de él con un contundente mandoble de su espadón bien llamado Filo. Sin embargo, no acostumbraba a matar si no le daban motivo y el lobo ni siquiera había emitido un gruñido amenazador mientras se acercaban.
Jacek pasó junto al animal, que solo le miró un segundo antes de fijarse de nuevo en sus camaradas. Golpeó la puerta con fuerza.
—Adelante
Su voz sonaba igual a como la recordaba, con el timbre delicado de los pájaros del bosque, repleta de poder y fuerza. Se volvió en dirección a sus acompañantes, que seguían clavados en el lugar en el que habían desmontado sin dejar de observar a la bestia de blanco pelaje que intentaba confundirse con la nieve asentada en el porche descubierto.
—Adelante, Jacek —animó Talon tragando saliva visiblemente—. Nosotros procuraremos que no os moleste nadie.
El caballero se ahorró el comentario mordaz del que él fue víctima en su momento. Todavía recordaba el rechazo que le provocó aquel lugar la primera vez que lo visitó. Aun así, dirigió a sus amigos una mueca por el abandono y armándose de valor, abrió la puerta.
—Vaya, vaya —canturreó la mujer sin volverse de la mesa en la que estaba trabajando—. Veo que tus acompañantes son aún más valientes que tú.
—Estoy aquí, ¿no?
—Y bien que oigo cómo tiembla tu armadura —le provocó con malicia—. ¿Qué te ha animado a entrar, caballero de la Guardia? ¿A qué temes más que a mí?
—Pasaba por el bosque y pensé en haceros una visita —Jacek caminó por la sala esperando parecer despreocupado—. Torben se enteró por casualidad de mi ruta y me dio una carta para ti.
—Así que tu respeto por tu rey es más fuerte que tu sentido de conservación. Interesante.
El caballero se percató de que poco menos que lo estaba llamando idiota. Y quizá lo era. Las torturas del rey de Anthas tenían un límite. La creatividad particular de Marenna, la bruja del Bosque Ainan y Guardiana del Invierno, era terrorífica.
—También me dijo que a la vuelta os escoltara hasta el castillo.
—Puedes decirle que agradezco la invitación, pero que no pienso pisar ese nido de víboras en la vida
 Sin embargo, las noticias la habían tentado y la mujer dejó de trabajar con las plantas, se lavó las manos en una palangana y las secó en su falda. Se volvió entonces y le tendió una pálida mano.
—Mi carta, por favor.
Jacek tardó más de lo debido en desprenderse de la parálisis que su belleza le provocaba. Y no por los motivos que cantaban los bardos. La hermosura de aquella mujer lo tenía todo en común con el filo de las cuchillas en los ángulos de su rostro y con el granate intenso de la sangre arterial liberada en su boca. Su belleza no inspiraba baladas de amor sobre lechos de flores. Impulsaba a rogar por una muerte lenta y dolorosa, a arrancarse uno mismo el corazón a bocados. Incluso a través del cuero de los guanteletes sintió el frío inhumano de su tacto al entregarle la misiva. Marenna rió.
—Cualquiera diría que una vez te salvé la vida.
—Cualquiera diría que los muertos están muertos por una buena razón.
—Dudo que en el infierno hubieras sido de ayuda a ese rey que tanto honras.
—Ya había cumplido con mi deber.
—Tu deber no ha hecho más que empezar —rompió el sello de la carta sin dejar de observarle de manera enigmática—. Ahora, silencio.
Sus ojos bajaron hacia la carta y Jacek se sintió libre de curiosear. Inhaló el aire cargado de especias, llenándose los pulmones. Observó la estancia limpia y ordenada. Manojos de ramas y hierbas colgaban de todos los rincones en hatillos ordenados; sustancias en polvos se guardaban en tarros de vidrio. Líquidos de diversos colores se alineaban en viales tapados con corcho. Bajo una ventana se hallaba el horno de leña rodeado de sencillos artículos de cocina. Al otro lado de la única habitación, una cama estrecha, limpia y estirada.
—Vaya, no recordaba…
—He dicho silencio
Marenna leía inmóvil, pero parecía alterada. Sus ojos se movían sobre el pergamino a gran velocidad y su boca primero se abrió para después cerrarse con un fuerte chasquido de dientes.
Jacek se asomó a la ventana y alzó la vista al cielo. La oscuridad los estaba cubriendo a mediodía, un mediodía soleado de invierno. Sin embargo, la cúpula negra que avanzaba por el cielo no llevaba nubes de tormenta. Oyó a sus caballeros revolverse inquietos en el exterior, el relincho de los caballos y el aullido intenso del lobo blanco. Se levantaba ventisca. Al mismo tiempo que un segundo aullido se elevaba, la mujer arrugó la carta con expresión desencajada. Corrió hacia la puerta y la abrió con violencia.
¡Todos dentro! ¡Ya!
Los caballeros entraron en tromba, pero la mujer no se apartó de la puerta. Observaba al lobo con una expresión enigmática.
—Winter, sabes qué tienes que hacer.
Volvió a aullar, hacia la negrura espesa que empezaba a cubrir el claro. Marenna, reprimiendo un sollozo, cerró la puerta, tomó tiza de un estante y comenzó a trazar extraños símbolos en el centro de la cabaña. No prestó atención al desasosiego de los invitados y nada alteró los movimientos de su mano. Dos triángulos perfectos superpuestos casi enfrentados, un círculo enmarcándolos y las runas empezaron a fluir de sus dedos diestros. El lobo dejó de aullar y empezó a gruñir. La bruja dejó de dibujar y empezó a emitir una letanía en un idioma que más que desconocido parecía secreto. El caballero dejó de preguntarse de qué clase de hechizo estaba siendo testigo y desenvainó el gran espadón.
Los guardias que no apartaban la mirada de la ventana empezaron a murmurar.
—La nieve, ¿pero qué…?
—Por todos los dioses
¿Qué es esa cosa?
Había miedo en sus palabras; había furia en el rostro de Marenna, que alzaba la voz en su recitar. Jacek todavía asomado a la ventana, vio por primera vez a su enemigo.
Precediendo a la oscuridad, caminando ante ella como una negra avanzadilla. Encapuchado; deslizándose sobre la nieve y derritiéndola a su paso. Etéreo y al mismo tiempo corpóreo. Exudaba maldad en forma de hálito anaranjado que escapaba de la oquedad bajo el manto. Emanando vapores de calor malsano que quemaba el aire a su alrededor. Arrastraba el bajo de la túnica y permanecía seco en el lodazal en que lo convertía todo a su paso. Los árboles se morían, los helechos estallaban en llamas. A su espalda, el invierno se convertía en un infierno.
Aquel ser era la Peste; la Plaga; la Ponzoña de la vida. La Muerte en estado puro.
La sangre se heló en sus venas. El lobo blanco volvió a gruñir, esta vez con el odio reflejado en sus fieros colmillos. Agachó la cabeza, con los ojos fijos y empezó a adelantarse lentamente, paso a paso, el pelo del lomo crespo como un erizo amenazado. La voz de Marenna se elevó en su cantar, acompañando al animal en su guardia. Las patas se tensaron, las delanteras se doblaron. Un silencio sepulcral se asentó en la cabaña. El lobo saltó. El grito de la bruja pareció cristalizar el aire y estalló en sus oídos, liberando la tormenta.
Las ráfagas de viento cambiaron su dirección y frenaron el avance del intruso. El gran lobo peleaba a dos patas, intentando alcanzar lo que se escondía bajo el negro manto. Este se desgarraba bajo las uñas del animal, gritos agudos y espectrales se elevaban de la figura cuando se cerraban los colmillos. Winter luchaba con valor. Volvía y se lanzaba de nuevo, haciendo retroceder el mal, pero no conseguía eliminarlo del todo. Su pelaje se manchaba con el barro, se quemaba allí donde entraba en contacto con su enemigo; líneas de sangre roja y espesa se marcaban en sus costillas. A todas luces no conseguiría acabar con el ser y parecía intuirlo. Sin embargo no cejaba en su lucha; herido y cansado, se lanzaba una y otra vez provocando todo el daño del que era capaz.
Aquella lucha avergonzó a Jacek, que apretó con fuerza el espadón entre sus manos enguantadas. Observó a la mujer que empezaba de nuevo a recitar encantos inteligibles. Tenía el rostro cubierto de lágrimas, le bajaban por el cuello mojándole el cuello del vestido. Vio a sus camaradas, que agarraban sus armas con fuerza. También ellos habían reconocido el valor del lobo.
¡Caballeros Kaltianos! —llamó y ellos respondieron a su voz de mando—. Somos la guardia. Esta también es nuestra lucha.
Uno a uno asintieron. Desenvainaron las espadas. Jacek encabezó la formación. Se lanzó contra el espectro cuando el lobo cayó al barro con un quejido. Sintió no poder asistir a un compañero en su dolor, pero la amenaza persistía. Alzó la espada y la dejó caer en la unión del cuello y el hombro. La hoja se vio desviada. Los cinco caballeros se abatían contra el mal, pero sus estocadas no encontraban carne. Jacek vio los haces de sombra que repelían los ataques. El ser era capaz de protegerse no importaba de donde vinieran los golpes. Empezó a contraatacar. El humo en el que se evaporaban sus negras defensas los hería incluso a través de la armadura. El calor amenazaba con quemarlos por dentro. El enemigo no podía ser combatido con armas normales.
Volvió a oír los ensalmos de Marenna, cerca, muy cerca. El espectro gritó cuando la espada de un guardia traspasó sus defensas. La voz de la mujer se acercaba, desgranaba palabras de las que se desprendía odio, un filo tan feroz como cualquier arma. Se acercaba envuelta en poder, su figura se desdibujaba de forma casi líquida. Sus ropas se agitaban como si fuertes ráfagas de viento la golpearan desde todos lados. Ella omitía cualquier distracción y apretaba el paso con las manos convertidas en garras de las que se desprendían oleadas de magia.
El acero comenzó a maltratar al espectro hasta ahora invencible y los caballeros se gritaron palabras de ánimo. Talon hundió su hoja en el vientre negro, Reuben cortó de un tajo una de las mangas de la túnica. El ser gritaba en agonía, en un agudo timbre que les hería en los oídos, pero no dejaron de golpear, de gritar ante cada pequeña victoria. Se vieron envueltos por el poder de los cánticos de la mujer, protegidos de los chillidos de su enemigo. La figura comenzó a desvanecerse entre volutas de humo, deshaciéndose como la niebla bajo los rayos del sol y el viento del norte. Antes de que desapareciera por completo, Winter se levantó entre lamentos de dolor y desgarró a su enemigo con sus colmillos.
Horas después, descansaban limpios y agotados en el interior de la cabaña. El lobo se acurrucaba en un lugar de honor junto al fuego de la chimenea. Marenna había curado sus heridas con hierbas, pociones y hechizos. Con los humanos no había sido tan caritativa, sin embargo no se lo tuvieron en cuenta. Gracias a ella habían obtenido la victoria.
¿Qué era eso, Marenna? —preguntó Malcom, que sujetaba su brazo quemado envuelto en una pomada de olor apestoso—. ¿A qué nos hemos enfrentado?
—Es la Sombra Roja —la mujer pasaba los dedos entre los mechones blancos del lobo. La sanación con magia había dado paso a la curación con amor—. Mensajera de la Jauría Salvaje, heraldo de los Perros del Infierno —suspiró, intentando mantener los ojos abiertos. También estaba al límite de sus fuerzas—. Precursora de la llegada de los Demonios.
Soren, el más joven de los caballeros, resopló con disgusto.
—Demonios —escupió al fuego—. No nos cuentes historias para asustar a los niños. Los demonios fueron derrotados hace eones. Eso según los mitos de los crédulos y los ancianos.
—Los mitos encierran verdades que la historia no quiere que olvidemos —Reuben, un veterano de guerra se masajeaba el muslo donde el humo negro había penetrado.
—Escucha la voz de la sabiduría, muchacho —Marenna asintió ante la lección—. Los demonios existen, la Sombra Roja es el primer aviso. Ya vinieron un invierno, pero no fueron aniquilados, sino contenidos  —se dobló para poder abrazar el cuello del lobo y durante un instante apoyó la frente sobre la del animal que ronroneó respondiendo a su contacto—. Pasaron por encima de Eluria como una plaga. Y la mayor amenaza fue su calor. Lo habéis notado y era solo uno. Imaginad cientos, miles, millares. La tierra se volvió loca. Hubo sequías y riadas, las cosechas no cuajaron durante lustros. Hicieron falta muchas órdenes militares, pero sobre todo fuerzas mágicas llegadas de toda Eluria para expulsar a los demonios. Se pudo abrir un portal y se les envió a una dimensión segura, de la que no pudieran escapar. Sin embargo, poco pudimos hacer para paliar los estragos de la pérdida del invierno.
Marenna sonrió con pesar. Por mucho que intentara hacérselo entender, no conseguiría hacer que penetrara en ellos el mensaje. Nadie que no lo hubiera vivido podría imaginarlo.
—Y sin embargo lo han hecho, señora, han escapado —el joven dio la razón a sus pensamientos—. Una Sombra Negra…
—Roja
—Una Sombra Roja por lo menos.
—No, Soren, no han podido escapar —suspiró con pesar y con gesto serio—. Nadie puede cruzar dimensiones a placer. Se puede contactar con ellas, pero nunca viajar entre ellas. A menos que te tiendan una invitación.
Un silencio tenso los envolvió y al momento los guardias empezaron a hablar a la vez, agitándose con incredulidad.
—Sí, los Demonios han sido convocados —la mujer confirmó sus sospechas.
Jacek se levantó del jergón que había improvisado en el suelo.
—Tenemos que ir a Kerwick y avisar al rey de inmediato. Tenemos que prepararnos para
—El rey lo sabe —la mujer se levantó y se dirigió al lecho con pasos cansados—. Sabe quién viene y quién les ha invocado. En su carta me pide que acuda al castillo —el caballero se tensó al recordar la respuesta de Marenna cuando se ofreció a escoltarla hasta el castillo—. Lo haré. Acudiré pese a mis deseos… Mañana —se tumbó en el lecho con un suspiro—. Esta noche, debemos descansar.

Dualidad

Duality, Patricia Ariel


A rodearse de gente en un ambiente de griterío y música infernal, ahora lo llaman fiesta. A beberse litros de alcohol y saltar a ritmo de cuerpos ahumados y sudorosos lo llaman diversion. Desgastarse la noche y la vida en antros sin ventilación, robarse besos prohibidos entre paredes sucias y abrigos olvidados. Rozarse inocente, restregarse inconsciente. Dejarse llevar por manos impacientes. En algún momento, India también lo había disfrutado. Renacer en una segunda oportunidad te cambia la perspectiva. Y también te aleja del mundo.
Pero el ser humano es gregario, en el mal y en el peor sentido. Y por definición ser gregario, te aleja de la individualidad que obliga el renacimiento. La dualidad confunde y los polos opuestos acaban siendo lo mismo frente al espejo. Como un neonato que solo ve en blanco y negro, India daba tumbos en su nueva realidad y se sentía desgarrada por dos tendencias en su interior: la suya y la ajena.
Quería salir y divertirse, pero no excederse. Quería el sol en su rostro en una tarde de invierno templado, pero protegida del humo de los coches y los gritos de los niños. Quería escribir en su portátil y que sus manos delicadas se rozaran con el papel del cuaderno. Deseaba leer y cocinar al mismo tiempo. Reír y llorar ante el dolor. Llorar y reír de pura alegría. Y sobre todo encajar en el maremágnum que era su especie sin perder la esencia que la volvía especial y única.
Soñaba con la venganza por el dolor pasado y rogaba por olvidar la muerte súbita que provocó su parada cerebral y la obligó a restaurar los circuitos de sus neuronas cuando no recordaba la combinación exacta. Añoraba ser un bebé protegido en el vientre de su madre, esperado y arropado, desconocido, anónimo. Y al mismo tiempo esperaba poder dejar su huella en el mundo, de una forma suave y fluída, aún así reconocida.
India se encontró en medio de lo que sus congéneres consideraban una fiesta, pletórica de ganas de encajar, llena de ruido, incómoda. Y lloró y rió ante el dolor, y rió y lloró sin alegría. Y en algún momento de la noche, esos polos opuestos que eran iguales, que antaño se atraían y la hacían sentirse completa, empezaron a mirarse en el espejo de la realidad y se repelieron como el agua a una gota de aceite.
Lo peor para India no fue el desgarro. Lo peor fue la obviedad del mismo. Y toda su lucha por sentirse una más de la manada, quedó reducida a la frustración de saberse vencida una vez más.

Podéis ver la pintura original y más de Patricia Ariel AQUI

Postre para Dos

Este es parte del relato para el ejercicio de Adictos a la Escritura. Al final, se me ha echado el tiempo encima y no lo he podido terminar. Pero sí me gustaría publicar el poquito que salió, igual cuando esté de ánimo romántico-erótico puedo terminarlo. 

POSTRE PARA DOS

Dos años de matrimonio y cinco de convivencia, le habían dado mucho y le habían quitado más. Tal era el pensamiento de Wade mientras volvía a casa el día de San Valentín. Amaba a su esposa más que nunca. Preciosa, atractiva y vital. Estaba convencido de que también ella le quería más que a nadie. Entonces, ¿cuándo había empezado a crecer el hielo entre sus sábanas?
Probablemente el día de su boda. En el mismo momento enque su padre, confiando en que hubiesen sentado la cabeza, le había ofrecido el sitio que tenía reservado en su empresa de publicidad. Trabajo que, por supuesto, traía de la mano una lujosa casa en Magnolia St. Wade apenas lo pensó, había crecido rodeado de todos los lujos que el dinero de su padre podía comprar. Pero Sylvia procedía de una familia modesta y ser la esposa de un reconocido publicista la había asustado sin remedio. Durante el primer mes mantuvo que no estaría a la altura. Los siguientes se esforzó tanto por ser laesposa perfecta, la anfitriona perfecta, la perfecta mujer florero, que él no tuvo valor para rogarle quevolviera a ser la perfecta Sylvia, la mujer de laque él se había enamorado. Atrevida y sin miedos, ridícula en ocasiones. Y sobre todo ardiente.
En cambio, Wade empezó a comportarse como el marido perfecto, el trabajador ejemplar e hijo modelo. Y se olvidaron de ser lo que una vez fueron: una pareja.
—¿Se encuentra bien, señor Tanner? —la pregunta del chófer le sacó de sus cavilaciones. No se había dado cuenta de que llevaba casi veinte minutos observando la pulsera de diamantes que era el regalo de su esposa. Maravillosa, como todo lo que compraba su secretaria.
—Sí, Josh, solo estoy pensando — como cada vez que tenía que cerrar un contrato, ganar talones de muchas cifras, ser el hombre triunfador que era. Recordarlo le hizo sonreir… y aventurar—. Nada que no pueda solucionar esta noche.
Al llegar a casa le dio a Josh lanoche libre. Entró haciendo ruido, esperando que Sylvia fuera a recibirle. No soltó la pulsera mientras se quitaba la gabardina y la guardó en el bolsillo de la chaqueta. Si Sylvia quería los diamantes, tendría que ganárselos. Oyó sus tacones por el pasillo y reprimió una sonrisa malvada.
—Wade, cariño, llegas justo a tiempo para cenar.
Su mujer apareció con un delantal enorme que tapaba sus curvas y la ropa, pero incapaz de ocultar el balanceo de sus caderas al andar. Se fijó en las medias de rejilla y los zapatos de tacón. Tiempo atrás, aquella significaba que Sylvia tenía ganas de jugar, en esos momentos sólo una pieza más de su aderezo.
Pero Wade no pudo evitar endurecerse ante la expectativa de recuperar a su mujer. Sus mejillas brillaban de rubor natural y llevaba el pelo castaño alborotado, como cuando se conocieron y era incapaz de mantener las ondas sujetas con horquillas. Aquello le gustó y le dio un hálito de esperanza.
—Estoy muerto de hambre —y el olor que flotaba desde la cocina le hacía la boca agua—. ¿Has hecho lasaña?
Los labios de Sylvia envolvieron los suyos en un beso rápido. Quiso creer que había sentido un leve toque de su lengua, pero fue tan breve y resultaba tan atípico en la mujer que se había convertido que decidió que habían sido sus ganas.
—Ahora lo verás —sonrió ella colgándose de su brazo—. ¿Qué tal el día?
—Aburrido —caminaban juntos, los pechos de su mujer completamente pegados a su brazo. Debía de llevar un vestido muy fino porque los pezones presionaban contra la chaqueta de una forma muy sugerente—. Pero tengo intención de que mejore.
—Ya somos dos —la sonrisa enigmática de Sylvia empezaba a ponerle nervioso—. Le he dado la noche libre a la señora Finch.
—¿En serio? —el ama de llaves no había faltado ni un solo día en los tres que llevaban viviendo en Magnolia.
—¿Crees que no me acuerdo de cómo servirte la cena?
Llegaron al comedor donde la mesa brillaba con la porcelana, la plata el mejor cristal de bohemia. Había un candelabro con las velas aún sin encender, justo en el centro. La mano de Sylvia en el bolsillo de sus pantalones le provocó una erección inmediata que no bajó cuando ella encontró el mechero que buscaba.
—Sígueme, cielo —el brillo de sus ojos engrosó aún más su deseo—. Te llevaré hasta tu cena.
Y el aliento se le atascó en la garganta cuando al adelantarse vio que llevaba el trasero completamente desnudo bajo un liguero de encaje y los lazos del delantal.
  
Pese a su apariencia relajada, Sylvia estaba alborde de un ataque de nervios. Hacía ya tres años que se esforzaba enser todolo que un marido como Wade podía desear. Nada más casarse, su suegra le advirtió que en la familia Tanner no se aceptaba sino lo mejor y que esperaba que ella dejara atrás los hábitos alocados para convertirse en la sofisticación personalizada.
Lo hizo. Aún a costa de dejar a un lado su personalidad y su esencia para que Wade pudiera sentirse orgulloso de ella. Solo había conseguido sentir frío hasta en las noches más calurosas de verano.
Sabía que su marido la quería, y era consciente deque la pasión de los primeros años se desvanecería con el tiempo. Pero los dos eran aún jóvenes y ella tenía demasiada imaginación para seguir soportando el tedio en el que se habían visto envueltos. Y si para eso tenía que volver a ser la Sylvia de clase media y perder un poco del lustre que el pedigrí de su marido le había otorgado, que así fuera.
Por eso, aquella tarde de San Valentín había dado el día libre al ama de llaves y, pese a sus protestas, le había ordenado que no volviera en un par de días. Pasó media tarde en la cocina preparando una cena que Wade jamás olvidaría y después se relajó en un baño de espuma y aceites. Se embadurnó de cremas y sacó de lo más profundo de su armario un conunto que haría que a su suegra le diera una apoplejía. Eso sí, comprado en La Perla.
El encaje del sujetador era toda una obra de arte, a juego con el liguero y las bragas. En un ataque de locura decidió no ponerse estas últimas. No se maquilló y tampoco intentó domar sus ondas rebeldes. Se limitó a ahuecarlas con los dedos. Y, por último, dejó caer cuatro gotas del perfume más caro de París en lugares muy estratégicos del cuerpo.
Si aquella noche, Wade no se volvía completamente loco, Sylvia pediría el divorcio.

continuará... o no