Renace Gloriosa

Biblis (1884), William-Adolphe Bouguereau

A veces me costaba hacerme entender. En la vida diaria, con mis amigos, con mi familia, con mis compañeros de trabajo. Quizá por eso escribía, porque así tenía tiempo de ordenar las frases incoherentes que salían a la luz desde la cabeza directas a la boca o al papel. Sin filtro. Era una maldición que generaba conflictos.
Si a eso le añadíamos que los receptores de la información en ocasiones tenían menos filtros entre las orejas y el cerebro, el conflicto no solo estaba asegurado sino que se convertía en hecatombe.
De pequeña escribía diarios. Muchos. Preciosos, de páginas ilustradas, perfumadas, con tapas duras y espectaculares. Empezaban con la mejor letra que podía encontrar en mi cosecha y acababan con borrones de lágrimas y tinta corrida de pasar la mano escritora una y otra vez.
Las lágrimas de mi niñez fluían gordas y escandalosas. Dejaban manchas visibles en las páginas y las mejillas. Lloraba porque me sentía invisible, porque quería ser importante, necesitaba que se me tuviera en cuenta. Procuraba hacer la mayor cantidad de ruido posible. Y no servía para nada.
Con el tiempo las lágrimas se fueron volviendo discretas y silenciosas. Puede que más abundantes. Ser visible, el sueño que siempre había tenido, por fin se había hecho realidad.
¿Y ahora qué?
Estaba tan acostumbrada a que las palabras fluyeran sin consecuencias que el día que empezaron a tenerla ni siquiera lo noté. No me di cuenta de que iba cavando mi propia tumba hasta que estuve enterrada hasta el cuello. Y cuando pude ver que me hundía en la tierra que yo misma había abonado, nada se detuvo.
Empezaron a llover paladas de arena que no solo me cubrían, sino que me asfixiaban. Entraban en mi nariz y me constreñían los pulmones hasta dejarlos secos y sin aire. Todos los que alguna vez habían caminado junto a mí se habían revuelto. Ni siquiera hizo falta que les dieran herramientas. Para traicionar no fue necesario que se lo pusieran en bandeja. Ellos solos se pusieron en marcha, cogieron las palas y empezaron a trabajar los brazos atrofiados.
Porque nadie se mueve para trabajar por el bien común, pero a todos nos encanta participar en el mal ajeno.
Y así intentaron enterrarme entre basura. Apretaron el humus a mi alrededor, encadenando los brazos a tierra sagrada. Se pararon a observar su obra cuando ésta no podía alzar las manos para cubrir su angustia. Rieron y escupieron a sus pies donde yo me consumía.
No hubo lágrimas entonces; no las hubo visibles. Sí internas, sólo para mí. Sólo para alimentar el cuerpo que pronto se marchitaría sin atención amorosa. Corrieron por mis venas como la ponzoña de la picadura de una víbora. Llenaron mi alma, hasta que la sal cicatrizó mis heridas. Cicatrices ocultas para el mundo y obvias para mí, para que no olvidara el mal que me había torturado, cambiado. El mal que quería verme hundida en la miseria.
Y que sólo consiguió que renaciera gloriosa.

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